VIII. Lo que acaeció cierto
día
que se encontraron
Jacob y Wilhelm Grimm con
Charles Perrault.
Por José R. Cortés Criado.
Lo que acaeció cierto día que deambulaban por la Gloria de los
Cuentistas estos insignes señores; por un lado caminaba despacito y meditando
en su soledad un señor llamado Charles Perrault, de origen francés, ¡ay, lo que
echaba de menos la ciudad de París! Es que los parisinos son así.
Por otro venían dos hermanos, Jacob y Wilhelm Grimm,
platicando de sus recuerdos berlineses y de esos cuentos de hadas que todos
conocen como los cuentos de los hermanos Grimm.
Cuando confluyeron en la plazoleta de la fuente de las tres
gracias se pararon a contemplar los saltos de los surtidores y la belleza de las tres damas, uno giraba de
derecha a izquierda y los otros de izquierda a derecha, los tres mirando hacia
el interior de la fuente y, como es lógico, se chocaron y en ese momento se
reconocieron.
Jacob le dijo a su hermano:
-Ese que ves es Charles Perrault.
-Por supuesto que sé quién es, ¿qué te crees?- le espetó
Wilhelm expresándole su malestar por considerarlo un despistado.
- ¡Buenos días nobles hermanos!- Fue la respuesta de ese
señor con enorme pelambrera que estaba sentado en el suelo.
Lo ayudaron a levantarse y se acomodaron en un banco cercano
que recibía los rayos del solecito primaveral, que tan bien le vienen a las
almas benditas de este paraíso.
Y como una cosa lleva a la otra, después de los saludos,
parabienes y mejores deseos, hablaron de cuentos, ¡por algo son cuentistas!
Y aquí salió Caperucita Roja, ¿cómo no? Si tanto el francés
como los alemanes escribieron su versión de esa historia antiquísima y
comenzaron las comparaciones y algún que otro dardo verbal cruzó el aire.
-No sé por qué escribieron una moraleja al final del
cuento, a mí me llegó la versión en la que cada cual sacaba sus conclusiones y
santas pascuas, pero ustedes tenían que marcarlo todo muy clarito como si los
lectores fueran tontos.
- Pues sí, Monsieur Perrault, nosotros escribimos al final
que la niña llamada Caperucita Roja, después de la experiencia, siempre hizo
caso a su madre y nunca se desvió del camino ni caminó sola por el bosque.
- No me convence usted, Herr Jacob, no hay que dar
consejos, ni medio consejo. – Levantó el dedo índice de su mano derecha-. Además,
por qué sitúan a la abuelita en medio de un bosque, si vivía en un pueblo, en
las afueras, pero en un pueblo, no sola en medio de muchos árboles.
- Es que nos pareció más adecuado. Igual que nos gusta más
pensar que el lobo la engaña diciéndole que debería llevarle un ramo de bonitas
flores a su abuelita, es más humano que solo decirle que siga por un camino
nuevo, creo que es menos creíble- remachó Wilhelm.
- Bueno, menos creíble…, mejor será decir menos literario,
yo procuré no adornarlo mucho y contarlo tal como llegó a mis oídos. También
discrepo con ustedes en esa advertencia de la madre para que no abandone nunca
el camino, me parece mucha enseñanza de la disciplina familiar.
- Señor, señor- meneó la cabeza de derecha a izquierda
Jacob-. Hay temas que usted trata con suma frescura, como hacer que Caperucita
se desnude y se meta en la cama con el lobo. ¡A dónde vamos a llegar! Eso sí
que es muy literario y algo más que me callo por respeto a los pequeños que
siguen este diálogo.
- Diga lo que piense, no sea cobarde. La vida es de los
valientes. Yo acabé mi versión con la comilona del lobo. El final es que el
lobo se come a la abuela y a la nieta y punto. Nada de consejos, que de
sentencias estamos ya un poco cansados.
- Sí, muy bonito, pero en su cuento triunfa el mal. El
malvado no recibe castigo alguno, y… ¡hasta ahí podíamos llegar! – elevó un
poco la voz el tranquilo Jacob.
- ¿Y qué? ¿Es que en la vida real siempre triunfa el bien?
Pues mire a su alrededor y comprenderá que eso es una falacia. Yo creo que el
final sin castigo al lobo es adecuado, pero el que ustedes relatan es hacer a
Caperucita cómplice del suplicio del pobre lobo.
- De pobre nada, que es una mala bestia- dijo con malhumor
Wilhelm-, a nosotros nos parece muy bien que sea la pobre niña la que le llene
la barriga de piedras al lobo y que este fallezca en el río próximo a la
vivienda de la abuela.
- ¡Allá ustedes! No soy amigo de moralejas, pero esto no es
nada comparado con las millones de versiones diferentes que se han escrito
desde nuestros tiempos.
- En eso estamos los tres de acuerdo, ¿verdad Wilhelm? Creo
que nosotros pasamos a papel la historia tal como nos llegó y la consideramos
más adecuada para que, en este caso, las jovencitas no fuesen casquivanas y
obedeciesen a sus madres.
- Bueno, si yo llego a sospechar la de versiones que se
iban a hacer de este clásico hubiese escrito más de una, aunque no tan
ingeniosas como las del siglo XXI. Es que la sociedad ha evolucionado de una
forma que nunca llegué a sospechar, sino ya me hubiese encargado yo de hacerla
viajar a lugares maravillosos, ya sea la ciudad de Nueva York, el río Amazonas
o incluso enviarla a la luna- afirmó Wilhelm.
- ¡Ea! Nos tocó vivir en nuestra época y lo hicimos lo
mejor que supimos. Las nuevas generaciones de escritores, contadores o
recitadores, ya sean abuelas, madres, padres, o vete tú a saber
quién sabrán cómo adornar esta historia que permanece en nuestro acervo cultural
para que los nuevos lectores lo acepten como verosímil y la cadena creadora no
se rompa jamás.
- ¡Exácto! ¡Correcto! Eso mismo pienso yo Monsieur
Perrault, y creo que mi hermano también, porque asiente con su cabeza; así que
no nos dediquemos a ajustar cuentas de algo que hicimos hace muchos años.
- Por mi parte está todo dicho, únicamente quiero añadir
que solo espero que esta historia siga viva y se vaya enriqueciendo día tras
día a lo largo de los siglos, como me llamo Charles Perrualt.
- Así sea. Esto solo depende de los lectores y de los
contadores de historias, de ellos es la responsabilidad, ¿verdad hermano
Wilhelm?
- Verdad verdadera, Jacob.
Los tres escritores siguieron platicando pero la temática
era diferente, así que los dejamos charlar amigablemente bajo este sol
primaveral.
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