domingo, 28 de abril de 2013

Málaga en el recuerdo de Juan Madrid. (I)



Por José R. Cortés Criado

Juan Madrid nació en Málaga en 1947, lugar donde pasó su infancia, después su familia se trasladó a Marruecos y allí residió hasta 1959, fecha en la que regresó a España y se instaló en Madrid.

Estos primeros años del escritor en la ciudad de Málaga lo marcaron de manera especial, tanto por el hecho de ser éste el lugar donde empieza a descubrir el mundo como por las intensas vivencias infantiles en un periodo de su vida que recordará siempre.

Juan Madrid es de las personas que constantemente recuerda al interlocutor su lugar de nacimiento y recurre a calles o lugares públicos malagueños para situar a sus personajes en un marco real donde llevar a cabo sus acciones, especialmente en sus obras infantiles y juveniles.

Cuando se le pregunta por esa presencia de Málaga en su obra literaria y lo que supone en su creación artística suele responder sin ambages que es “la memoria. La única patria que reconozco. Aún creo que no he salido de los callejones de Málaga”[1].

Los recuerdos más vívidos de su infancia malagueña están presentes en tres de sus obras: Los piratas del Ranghum, En el Mar de China, El fugitivo de Borneo; todas ellas protagonizadas por el autor, su hermano, su amigo Mohamed, Clara, algunos chavales del Perchel y sobre todo por Salvador y su perro Rayo; en el resto de sus novelas Málaga está omnipresente como lugar donde habitan sus personajes, en numerosas conversaciones y en la añoranza de otros, además de ser considerada como destino turístico o lugar de corrupción urbanística.

En Los piratas del Ranghum, Juan, el joven protagonista, cuenta sus vivencias en Málaga en un tiempo que su padre está encarcelado por sus ideas políticas y su madre, sin trabajo, debe sacar la familia adelante. Nos hablará de su hermano Carlos, de su amigo Mohamed, y de Clara, la niña pija, hija de una amiga de su madre y de los niños de El Perchel, ésos a los que el protagonista teme aunque al final resulta que no eran tan malos como se les presuponía, los llamaba “nuestros enemigos del otro lado del río”[2], los que “en verano cruzan el río por unos pasos secretos y nos atacan”[3].

El río al que se refiere el autor es el Guadalmedina, que tuvo especial protagonismo en su infancia y así es citado con frecuencia en sus obras: “Cuando era verano, el río Guadalmedina estaba medio seco en nuestra orilla”[4], entonces buscaban tesoros, enormes tesoros de cobre, hierro, plomo, cascos de botellas…, que luego vendían al señor Requena, el trapero para “conseguir así dinero para alquilar tebeos, comprar caramelos, altramuces, palotes de palodú, o sea regaliz, y hasta chicle americano Bazoca, “siempre en la boca” como decía paquito el Cojo, el hombre que los vendía en el quiosquillo de la calle Carreterías, un poco más arriba de donde vivíamos”[5].

La insistencia en los tesoros del río también se puede comprobar en El fugitivo de Borneo. “Pues, sí, listo -insistió mi hermano Carlos- montones de tesoros: hierros, cobre, cartones... Los llevamos a la trapería y nos dan dinero, bastante dinero... A veces hemos sacado hasta dos pesetas. Con eso nos compramos libros y tebeos”[6], aunque los niños de la rivera opuesta se creen los dueños del río y no los dejan buscar con tranquilidad los mejores tesoros que “estaban junto a la otra orilla, el territorio de los del Perchel, donde los basureros volcaban sus carros”[7].

El río es tierra de nadie entre bandas rivales de barrios opuestos, donde se disputan peleas o se ajustan cuentas; la banda que forma Juan con su hermano y sus amigos no osa entrar si ve rivales en el lecho, porque cuando coinciden zanjan sus asuntos a golpes. Así recuerda el autor como la banda de los Murciélagos Negros obligó a él y a su hermano a bajar al río para aclarar sus diferencias: “Nosotros caminábamos como si nada ocurriese. Al llegar al río Guadalmedina, a la altura del puente de Carreterías, Loren, el gordo, ordenó que nos hicieran bajar por el terraplén, empujándonos”[8].

Y cuando la pelea es inevitable, por ejemplo, si te tocan la oreja con el dedo húmedo en saliva, como le ocurrió al joven protagonista de El fugitivo de Borneo, hay que seguir unas reglas no escritas pero vitales en estos trances, como se recogen en las palabras pronunciadas por Mohamed antes de una refriega: “Hay que cumplir las cinco reglas -dijo-. Primera, no meter los dedos en los ojos. Segunda, no estrangular. Tercera, no arañar ni morder. Cuarta, no agarrar lo huevos. Y quinta, no mentar a la madre ni a los muertos”[9].

Juan ha de dirimir dos peleas en esa época, la primera terminó cuando se cansó de recibir puñetazos de su contrincante, Curriqui, y lo golpeó con una piedra en la cabeza. No pudo ver el final de la pelea porque “todos gritaban, pero yo apenas si escuchaba los gritos. La piedra resbaló de mi mano. El círculo se volvió borroso y empezó a dar la vuelta”[10]. En El fugitivo de Borneo para defenderse sigue una estrategia aprendida en un libro de Emilio Salgari, consistente en correr ante su perseguidor y cuando está a punto de ser alcanzado, agacharse para que el otro tropiece y termine en el suelo, así pudo huir del cauce del río en aquella ocasión.

Pero además el río es el que une a estos jovenzuelos con el contador de historias interminables que es Salvador, el cual se presenta diciendo: “Yo he sido marinero desde los trece años, cuando embarqué de grumete en un barco carbonero en el puerto de Cádiz”[11], y que según el narrador “tenía una pierna de palo y vivía solo en una casucha de lata en la playa de San Andrés, allí, en Málaga, no muy lejos del río, en compañía de su perro Rayo. Tenía una barca, La Indiana, con la que salía a pescar antes de que amaneciera”[12].

Juan Madrid escribe en "Como un prólogo" de Los piratas del Ranghum, que muchas de las aventuras infantiles son de verdad, otras, no tanto, pero no sabe dónde están los límites y que a sus hijos mayores, Alex y Enrique, siempre les contó las historias como si fuesen de Salvador, más tarde su hijo Guillermo, también siguió aceptando que fuese Salvador el que contaba historias.

Cuando al escritor malagueño se le pregunta sobre la trama de las historias de sus novelas dirigidas a los más jóvenes suele comentar: “He tratado de recordar los cuentos maravillosos que me contaba mi padre…Y los que yo les contaba a mis hijos cuando eran pequeños”[13].

Así que ese viejo pescador se convierte en el tejedor de historias que diariamente deja inacabadas para tener a su público pendiente del desenlace de las mismas, pero Juan se encarga de recopilarlas, continuarlas en su cuaderno negro y contárselas a sus amigos, aunque a veces necesita ayuda de Salvador para cerrar algún episodio.

El viejo marino utiliza la misma estrategia que Sherezade ante el sultán, cuando lo cree conveniente deja de contar la historia, que siempre coincide con la presencia de algún peligro o la espera de un desenlace con enjundia, esa es la principal función que ha de tener una contador de historias saber engatusar al lector y esa idea es la que prima en los cuentos de Juan Madrid: “Soy heredero de esos contadores de cuentos orales. Me gusta que mis personajes actúen, por eso tardo tanto en darles vida”[14].

Juan Madrid deja constancia de esa pasión por la narración oral y pone en boca de su joven protagonista lo que piensa respecto al patrimonio literario popular cuando éste le dice a sus oyentes que han de idear un final para el relato que deja inconcluso porque “las historias son eternas, nunca terminan. ¿Entendéis? De una se puede sacar otra, y de ésta, otra, y otra más. Hasta el infinito. […] Las historias no son del que las cuenta, también son del que las escucha. Las historias no tienen dueño. Eso es lo más hermoso que tienen las historias. El que escucha una historia es también dueño de ella…”[15]

Y Salvador cuenta a los niños sus andanzas por medio mundo, pero nunca se olvida de su ciudad natal, en cierta ocasión les refiere que en el barco llamado Ranghum conoció a una joven sefardí, Fátima Toledano, que le preguntó de dónde era y le dijo: “Soy de Málaga, en Andalucía”[16], y que cuando cayó preso le entregó en prenda a su amigo Quiñones “mi reloj, un buen reloj inglés que le había comprado a un gibraltareño que tenía una relojería en la plaza Unzibay (sic)”[17].

En otra ocasión Salvador se puso al servicio de Chen-Kai, el señor de la guerra chino, que le ofreció un dineral por unirse a ellos y les dijo: “En 1921 cinco mil dólares americanos eran una verdadera fortuna. Con esa cantidad yo podría retirarme a Málaga, comprar una casa y vivir de las rentas”[18].

Además narra momentos difíciles en la convivencia con variados malhechores y cómo su aprendizaje en las calles malagueñas le sirvió para salir airoso de un mal trance porque: “sabía emplear la antigua técnica del bastón, tan utilizada por los gitanos, aprendida durante su infancia en Málaga”[19], y porque “no era la primera vez que yo veía un combate a cuchillo. En Málaga eran frecuentes entre los golfos y los ladrones. Yo mismo sabía utilizarlo, aunque nunca porté navaja de ningún tipo, las detestaba”[20].

Incluso, en cierta ocasión, Sandokán salvó su vida gracias a Salvador, en agradecimiento, éste gozó de su amistad, pero no de su libertad, fue consciente de que no podría salir de aquella isla cuando el mismo Tigre de Mompracem se lo confirmó “un día que Salvador le comunicó sus ganas de regresar a Málaga, para volver a embarcarse”[21]; y cuando por fin logró huir de su cárcel dorada llegó al Amazonas, donde se encontró con dos colombianos, “uno de los hombres se llamaba Crisóstomo Paulino y el otro Encarnación, y se alegraron mucho al saber que yo era español, de Málaga. El llamado Crisóstomo tenía una abuela andaluza, de un pueblo de Granada llamado Salobreña y enseguida me llamó paisano[22].

El viejo Salvador no se cansaba de contarles historias, algunos aspectos los situaba en la ciudad de Málaga pero las aventuras más interesantes ocurrían en lugares lejanos, exóticos e ignotos, emulando a Emilio Salgari y sabiendo utilizar el arte de seducir al oyente, especialmente a Juan, que se encargaba de recopilar las historias por escrito y de ampliarlas. El marino les dijo un día a los chicos: “Aunque yo muera, vosotros recordaréis mis historias, nunca me olvidaréis. Y yo tampoco olvidaré este tiempo de cuentos”[23].

Salvador vuelve a aparecer en la literatura de Juan Madrid como protagonista de Los cañones de Durango. El escritor recurre a su figura para introducir la novela y escribe que llegó a Málaga una primavera, invitado por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento para dictar una conferencia y visitó el centro de acogida de ancianos "Nuestra Señora de la Magdalena", porque su director lo llamó comunicándole que un anciano llamado Salvador Muñoz, internado allí desde hacía seis años, afirmaba que era padre de Juan Madrid. Éste lo niega, su padre era Juan Madrid Conejo, muerto en accidente de circulación en 1970.

Cuando visitó al anciano, lo reconoció, era Salvador y al verlo “regresé a Málaga casi cuarenta años atrás, cuando yo era un niño. Allí sentado, sonriéndome, estaba Salvador, el viejo pescador sin una pierna, que nos contaba cuentos a mi hermano Carlos y a mí en la infancia. Unos cuentos maravillosos”[24].

El anciano, antes de fenecer, le entregó una caja con una historia escrita con letra menuda que Juan Madrid decidió ordenar para publicarla, en ella se narra la vida de Salvador, un joven que decide ir a México en busca de su padre cuando su madre muere en Málaga. El progenitor es un idealista oficial de artillería enrolado en el ejército de Pancho Villa.

Salvador también es el pescador fallecido que entrega un manuscrito a Juan Madrid en el que cuenta una etapa de su vida, cuando en 1913 es timonel en un barco que trasporta armas con destino a un sultán asiático. Después de vivir situaciones extremas y sobreponerse a peligros mortales, regresó a su Málaga natal donde su cuerpo descansa. Se trata de El hijo de Sandokán, un tal Kemal, heredero del famoso corsario y en permanente lucha contra el colonialismo inglés. Esta obra es un claro homenaje a Emilio Salgari, su autor preferido durante su infancia, y a cuya memoria dedicó el escritor la novela.

La novela juvenil, Los senderos del tigre, tiene una estructura similar a la citada en el párrafo interior. La trama se inicia con unas palabras de un joven que recibe un baúl destinado a su padre ya fallecido, el cual llegó a su poder con veinticuatro años de retraso; entre los objetos hallados en su interior estaba un manuscrito en el que su abuelo deja constancia de sus vivencias desde que partió de Málaga con quince años hasta su vejez. El escritor únicamente se limitó a organizar el texto y publicarlo.

Arranca la novela con esta afirmación: “Aquel día del verano de 1905 en el que comienza esta historia, yo me encontraba más triste y solo que nunca. Había ido al puerto de Málaga con la intención de cargar en los carros las cajas de pescado de los barcos que diariamente atracaban en sus dársenas, y no me habían dejado”[25].

Continúa el relato narrando el modo en el que se engalanaron los muelles de Málaga para recibir al trasatlántico Andrea Doria, como fue comidilla en todos los cafés y barberías malagueñas los nombres publicados en la prensa local del selecto grupo de millonarios ociosos que en él viajaban y los puertos donde harían escala en su periplo por el continente americano que duraría dos meses…

Después rememora sus orígenes: “Fui entregado por una madre desconocida a los padres franciscanos del hospicio La Gota de Leche de la calle Ollerías de Málaga”[26], y adoptado por una familia de pescadores; aún recuerda la venta diaria de su mercancía a los pescaderos del mercado de las Atarazanas.

También revive sus experiencias con los indios del Amazonas y con los hombres blancos que iban a obtener beneficios de aquellas tierras, los múltiples peligros que afronta, sus deseos de vivir en contacto con la naturaleza y por último, cuenta que a su amigo Naiboo, “solía contarle mi vida o cómo era Málaga, su mar azul, los coches de caballo, la catedral, el café Español donde iba a recoger colillas. Con eso evitaba olvidarme de mi lengua y de mi origen”[27].

Por último Luis, el protagonista, asevera: “Nunca regresé a Málaga. Pero jamás dejé de soñar con ella. A veces te imagino viviendo allí, hijo mío, ya que te he contado tantas veces cómo era -o cómo creía yo que era- que quizás hayas sentido curiosidad y la hayas visitado”[28].





[1] http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2001/02/213/               (080810)
[2] MADRID, Juan: Los piratas del Ranghum, Barcelona, Edebé, 2009, p.9.
[3] Ibídem, p.16.
[4] Ibídem, p. 14.
[5] Ibídem, p. 14.
[6] MADRID, Juan: El fugitivo de Borneo, Alfaguara Juvenil, Madrid, 1998, p.94.
[7] MADRID, Juan: Los piratas del Ranghum, Barcelona, Edebé, 2009, p.71.
[8] MADRID, Juan: El fugitivo de Borneo, Alfaguara Juvenil, Madrid, 1998, p.14.
[9] MADRID, Juan: Los piratas del Ranghum, Barcelona, Edebé, 2009, p.114.
[10] Ibídem, p. 116.
[11] MADRID, Juan: El fugitivo de Borneo, Alfaguara Juvenil, Madrid, 1998, p.68.
[12] MADRID, Juan: Los piratas del Ranghum, Barcelona, Edebé, 2009, p.19.
[13] MADRID, Juan: “Juan Madrid” en Escuela Española, 18 septiembre, 2008, p. 48.
[15] MADRID, Juan: En el Mar de China, Barcelona, Edebé, 2009, pp.108-108.
[16] MADRID, Juan: Los piratas del Ranghum, Barcelona, Edebé, 2009, p.26.
[17] Ibídem, p. p.53.
[18] MADRID, Juan: En el Mar de China, Barcelona, Edebé, 2009, p. 13.
[19] Ibídem, p. 34.
[20] MADRID, Juan: Los senderos del tigre, Madrid, Alfaguara juvenil, 2005, p. 29.
[21] MADRID, Juan: El fugitivo de Borneo, Madrid, Alfaguara Juvenil, 1998, p.48.
[22] MADRID, Juan: El fugitivo de Borneo, Madrid, Alfaguara Juvenil, 1998, p.80.
[23] MADRID, Juan: En el Mar de China, Barcelona, Edebé, 2009, p. 119.
[24] MADRID, Juan: Los cañones de Durango, Madrid, Alfaguara  Juvenil, 1997, p.8.
[25] MADRID, Juan: Los senderos del tigre, Madrid, Alfaguara juvenil, 2005, p. 11.
[26] Ibídem, p. 13.
[27] MADRID, Juan: Los senderos del tigre, Madrid, Alfaguara juvenil, 2005, p. 150.
[28] Ibídem, p. 216.

Publicado en: GÓMEZ YEBRA, Antonio (editor): Patrimonio literario andaluz (IV), Málaga, Servicio de Publicaciones Unicaja, 2011, pp. 261-277.

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